Es posible pensar la democracia como el único régimen político de ejercicio de la ciudadanía; también es posible pensarla como un régimen de producción de ciudadania. En primer lugar, se dice que la ciudadanía es una condición preexistente sobre la que se puede actuar en determinadas condiciones y según determinadas reglas. La segunda concepción sugiere que el marco institucional -elecciones libres y competitivas, división e independencia del poder- es el punto a partir del cual una sociedad inicia un proceso interminable de aumento de la autonomía personal y colectiva, de la creciente participación en las decisiones que hacen a la vida en comun.
Esta distinción es útil para reflexionar sobre las diferentes –o divergentes– trayectorias de dos procesos democráticos de los cuales se cumplen este año aniversarios relevantes: el argentino, de cuya recuperación se cumple cuarenta años; y el español, que, tan bien comenzó con las elecciones de junio de 1977, las primeras desde 1936, tuvo también cuatro décadas un punto de inflexión con la al gobierno de Felipe González, bajo cuya administración sintió bases para que la democracia española dejará de ser un ejercicio de régimen limitado de los derechos civiles e iniciará el proceso de construcción permanente de la ciudadanía.
la publicación de Un tal Gonzálezel libro fascinante sergio del molino –¿biografía?, ¿historia novelada?– invita angustiosamente al lector argentino a preguntarse por qué la salida de la dictadura franquistadespués de cuatro décadas, de una guerra civil y mediocres millones de muertos, derivó hacia un país próspero, abierto, con servicios de salud y educación notables y une levado nivel de vida, mientas la transición argentina condujo a las ruinas que habitamos hoy: casi la la mitad de la población en la pobrezamás del 50% de las niñas, niños y jóvenes sometidos a privaciones ya formas de violencia, una economía improductiva y todos los bienes públicos –salud, educación, medio ambiente, seguridad, justicia, infraestructuras– en estado catastrófico.
Se dispone, así, de un repertorio de lugares comunes con los que pretende explicar dónde, pero bueno, justificar, el fracaso argentino: la dictadura, el neoliberalismoel imperio, la deuda, el populismo, la corrupción, los términos de intercambio, los ricos, los pobres… También se explican los resultados del proceso español con respuestas sencillas o, mejor, con una sola que pretende sintetizarlas todas: Europa.
Seguramente cada una de las presuntas causas de la perenne crisis argentina es portadora de cierto grado de verdad; no es menos cierto que «Europa» explica buena parte del éxito español. Pero ni aquel repertorio de media verdades ni esta explicación que, con un concepto, da cuenta del todo, son suficientes.
Tan simplificador como atribuir a «Europa» los resultados exitosos del proceso español serían el merito principal a Felipe González. Pero, como observa Sergio del Molino, “el orgullo, la paciencia, el narcisismo o la discreción de quienes gobiernan influyen en el curso de la historia (…) González había recorrido España prometiendo un gran cambio a un pueblo que había confiado en él como nunca se había entregado a otro gobernante (…). No voto PSOE, voto Felipe. Era la persona que necesitaba este instante histórico. El cambio propuesto por González, cuyo lema de campaña fue, precisamente, “por el cambio”, puede traducirse de dos modos. Uno de ellos –modernizar a España– es siempre ambiguo: la modernización es muchas veces el caballito de batalla de los conservadores, un paraguas con el que se cubre quienes identifican la modernidad con la promoción y defensa de intereses particulares. Felipe González explicó el cambio prometido, y cuando menos parcialmente cumplido, en otros términos: «La clave consistió, dijo, en no vindicar el pasado, concentrar los esfuerzos en reivindicar el futuro. Consistir en no quedar atrapados, una vez más, en the laboratorio de una historia que no se hizo bien en el siglo XIX y una buena parte del siglo XX alternan en el ejercicio del poder.
En España, la democracia ha sido durante este tiempo una sobria investigación el futuro, realizada por una sociedad cada vez más autónoma y participativa. Esa sociedad, al menos en sus rasgos básicos, aceptó el desafío que lanzó Felipe González: no vindicar el pasado, reivindicar el futuro.
Las universidades, las academias, los sindicatos, las empresas, los museos, las agencias estatales, los colectivos sociales fueron los agentes de «una obra colectiva que no tuvo otro sujeto que la sociedad española», como escribe Del Molino. Una idea de democracia que consiste, para volver a la distinción con el inicio de este comentario, como un régimen de producción de ciudadania y creación de un espacio público robusto, en el que los individuos pueden develar proyectos autónomos de vida en el marco de un sentido común que tiene como principio fundamental la convicción de que el destino de este uno depende del destino de los demás.
En Argentina, la democracia se concibió fundamentalmente como la ausencia de dictadura, como un sistema frágil cuyo propósito principal es existir para que no exista otro régimen político en su lugar. En su devenir, ha ido des-ciudadanizando a la sociedad (la expresión es de Guillermo O´Donnell) por medio de la exclusión, de la segregación espacial, material y simbólica y de la desmodernización que resulta de hacer, una vez más, que el origen determina el destino, que el código postal del nacimiento se convierte en el factor más relevante para saber que es lo que una persona podrá hacer con su vida.
Encerradas en sistemas de intereses de corto plazo, concentradas en maximizar rentas en lugar de producir la riqueza –material, simbólica o institucional– necesaria para que el futuro sea plus que el pasado, las clases directas argentinas han decidido promover el interés particular de ciertos negocios y de ciertas burocracias.
En nuestro país no hay ni estado ni mercado, y por tanto no hay ni ciudadanos ni consumidores. Well, cada vez más, una población de la que se extraen votos y recursos, gracias a una alianza perversa entre élites políticas, económicas y sindicales.
In los cuarenta años en que, desde la del socialismo al poder, España produjo una sociedad próspera, con una esfera pública robusta y activa, Argentina destruyó el tejido social, introdujo desigualdades morales y políticas aberrantes y deterioró la estructura económica hasta volverla inviable. En un caso no es merito de «Europa», en el nuestro no es culpa del neoliberalismo ni del populismo. Se trata, siempre, de la capacidad de las clases directentes de senser el tiempo y el mundo en el que viven, de liderar los procesos de los cuales sus personas a cargo, de coordinar la acción colectiva en función del interés común y de un futuro mayor a la par de todos. O, por supuesto, de la incapacidad de hacerlo.
Alejandro Katz es editor, columnista y escritor, autor de “El simulacro”, entre otros.
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