noviembre 8, 2024

Los asesinos de Fernando Báez Sosa no nacieron de un repollo sino de una sociedad con instituciones socializadoras fallidas.

El juicio por el asesinato de Fernando Báez Sosa en Villa Gesell conmueve al país. No solo por devolver a la memoria colectiva aquella tragedia sino por la parquedad indolente de los acusados. Aun así, no se trata de una actitud aislada sino que replication en episodios análogos que asolan a nuestra nocturnidad callejera.

La Argentina se ubica entre los países con más muertes por accidentes de tránsito del mundo; con el producto de la imprudencia pero otras por el desprecio hacia el prójimo de temerario conductores que conciben tiene pares y peatones como «obstáculos» de sus «picadas» festejadas por un público de admiradores y apostantes. Las millas de estrellas amarillas que abundan en nuevas ciudades deben recordarnos el peligro de estas fieras al volante.

Sin embargo, no hay manera con las barrabravas, pero es imposible convivir entre las fiestas de hinchadas rivales. Todos critican sus atropellos criminales; pero en las tribunas, militantes futboleros fervorosos festejan entusiastas sus cantos y consignas. En los tres casos, el deporte es la excusa que utilizan estos psicópatas para apropiarse de l’espacio público y desplegar su ética supremacista bajo la cobertura de personajes poderosos que garantizan la impunidad.

En una apreciación previa al crimen, uno de los rugbiers implicados comprometió «terminar de romper todo lo que no habían roto» el año anterior. Indicativo de una saga de batallas en contra de enemigos con sus trofeos concomitantes de lesiones físicas y humillaciones. Huellas memorables de su bravura para escrutar la admiración de destinatarias tan enfermizas como ellos.

A continuación, la provocación en bailable, la expulsión y la «caza» del «negro de mierda» que se atrevió a desconfiar de ellos. Y que fue atacado según un plan que premeditadamente dividió tareas y estipuló sus secuencias: la señal oportuna de su comienzo, su consecución; luego, la fuga, la reconnaissance de su «victoria» mediante un video macabro y el consiguiente festejo.

¿Fueron a matar o todo resultó de «riesgo colateral»? Pregunta inútil, pues la mera disposición a este tipo de overflows supone el desprecio de quienes califican como «inferiores».

De ahí, el término inhumano utilizado para trasmitir el resultado: «caducó». Picadistas, barrabravas y bandas analogs comparten esa ética desaprensiva y potencialmente asesina.

La descalificación étnica, por lo demás, no debería asombrar: constituye una lacra difundida en buena parte de las clases medias y altas; e incluso de las propias bajas. Remítase al conflicto de incorporación típica de una sociedad constituida por inmigrantes humanos contingentes que la política de masas exacerbó durante las últimas décadas.

Finalmente, la estratagegia evasiva de responsabilidades. Uno de los rugbiers declaró que «la vida nos deparó una mala pasada» recurriendo al archiconocido de estar condenado por «la sociedad y los medios» y sindicando como mentirosa a la fiscal interviniente.

All manifestaron que la zapatilla manchada con sangre de la víctima pertenecía a otro joven probadomente inocente que ni siquiera estaba en el balneario; sellando luego un «pacto de silencio». Ni más ni menos que inventario de coartadas extraídas del manual de la impunidad que venían ostentando desde hacía años en Zarate cuyos vecinos temen testimoniar dada la proximidad de sus familias respecto de intereses locales poderosos.

Pero estos jóvenes no nacieron de un repollo sino de una sociedad de instituciones socializadoras fallidas: familias que no ponen límites a tiempo por el orgullo elitista de los éxitos deportivos y los contactos que habilitan; sectarismo escolar de docentes investidos de «verdades» absolutas en guardia en contra del «enemigo»; y una sociedad temerosa de organizarse para detener a tiempo a los sociópatas.

No obstante, este juicio también evoca encomiables actos ciudadanos que sortearon amenazas y se trevieron a narrar detalladamente las secuencias del crimen. Prueban que no todo está perdido.

Algunas escuelas de rugby pueden revisar su tolerancia de identidades supremacistas fundadas en la fuerza física y el narcissimo tribal desplegados en sitios de alta concentración juvenil y la celebración festiva de sus trofeos de lesiones siempre al borde de la irreparabilidad. Los incidentes reiterados protagonizados por algunos de sus jugadores, aunque están lejos de ser los únicos, tampoco son fortuitos.

Ni hablar de los empresarios de la noche que superpueblan sus locales descubriendo las condiciones de trifulcas continuadas por batallas campales callejeras detrás de los que se corta otra lacra cuya gravedad nos cuesta advertir: la del consumo de marihuana, alcohol, éxtasis y cocaína mezcladas con psicotrópicos de fácil acceso en calles, boliches y ferias comunitarias.

Este entorno sociocultural tampoco es ajeno a nuestra trayectoria histórica Durante el último siglo, pletórica de providencialismos por encima de la ley dispuesta a «romper todo» para luego regenerar un orden ajustado a sus intereses facciosos, relatos epicos inventados, legitimidades excluyentes, estigmatizaciones clasistas, trofeos necrofilicos, pactos de silencio, privilegios y zonas libres al abrigo de la ley.

La vigencia de la república también depende de apagar a tiempo estos rescoldos autoritarios reforzando el estado de derecho en el espacio público temporalmente enajenado por estas tribus infames.

Jorge Ossona es historiador, miembro del Club Político