
Domingo Villar escondió dos paradojas que sus lectores noir desconocían. Autor de disparos policiales como La playa de los ahogados, que narran fielmente la parte más oscura del ser humano, el autor gallego (Vigo, 50) rastrea en Algunas historias completas (Siruela) un canto a la vida y la amistad. «Tanto las historias como los grabados en linóleo son sencillos y comparten muchos elementos en común: la ironía, los viajes, la superstición, el mar … Las historias que componen Algunas historias completas Fueron escritos para ser leídos a mis amigos, sin más ambición que encontrar sorpresa y sonrisa, pero los grabados de Carlos Baonza les permitieron tomar un vuelo más alto. Es un libro tan hermoso que cuando traje el primer ejemplar a casa, uno de mis hijos se mostró reacio a leerlo por temor a que se rompiera. Esperemos que el (mal) ejemplo no se difunda ”, dice Villar en un correo electrónico.
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Pero, además, las complejas tramas de sus novelas o las más de 700 páginas de El último barco son, según él, imposibles. Su terreno es el espacio reducido, la aparente sencillez. “Es cierto que no puedo escribir nada durante mucho tiempo. En mis novelas los capítulos están entrelazados por la trama y la investigación policial sirve como acelerador de la historia. Entonces, de una historia a otra, me encuentro escribiendo novelas cuyo alcance global creo que no sería capaz de afrontar porque mis fuerzas me dejarían. El impulso que me lleva a escribir siempre tiene como finalidad subir un escalón y no toda la escalera ”, asegura a modo de explicación, coartada que da sentido a esta voltereta narrativa.
Te ofrecemos una de las historias de vista previa.

Ese misionero acababa de dejar el noviciado y poco tenía que ver con el resto de los padres de la congregación. Era alto, de ojos claros y piel morena … Tan guapo que, en la primera misa que celebró, los feligreses afectados lo bautizaron Don Andrés el Guapo. El eco de la belleza del cura comenzó a extenderse de ranchería en ranchería, y cada domingo más mujeres respondían al repique de las campanas. Llegaron jóvenes de todas las pistas, vestidos como si festejaran, con los labios y los ojos pintados, atraídos por la belleza de Don Andrés.

Después de un mes había tantos admiradores que no encajaban en la iglesia. Se decía que estaban presentes todas las mujeres de la sierra. Incluso los que no eran creyentes o entendían más que el náhuatl se sentaron sonriendo en el primer banco para mirar a Guapo. El bueno de Don Andrés Taboada no sabía qué hacer para que toda esa feminidad, en lugar de ir a ver al cantante, fuera a escuchar sus canciones. Decidió dejarse barba y fue peor: los suspiros eran tan profundos que estaban descentrados, y más de una vez perdió el hilo en la homilía.

Una mañana, al final de la Eucaristía, al ver a la multitud que lo esperaba fuera del templo, se refugió en el confesionario. Tenía más intención de tomarse un descanso que de absolver a alguien, aunque cuando quisiera notar la línea para confesarse saldría por la puerta de la iglesia.
Ese domingo permaneció hasta el atardecer administrando penitencia a las mujeres. Incluso los siguientes domingos. Como se trataba de estar con él, las muchachas, habiéndose vuelto impecables, comenzaron a inventarlas y, ya enharinadas, intentaron enamorarlo contándole los detalles de sus pecaminosas acciones. Por mucho que El Guapo los hubiera instado a acortar, habrían renunciado a todo. En una ocasión incluso se escuchó a una niña suplicar: «No me absuelva todavía, don Andrés, ya viene lo mejor».

El cura resistió con dificultad estas confidencias, pero los que no pudieron soportarlas fueron los hombres de la sierra. Uno de esos domingos por la tarde, cuatro maridos celosos salieron en busca de Bella y, en el mismo confesionario, lo sometieron a fuego y espada. Si su rostro no quedó desfigurado fue porque una joven se lo impidió a costa de recibir ella misma un profundo corte en el cuello. La niña se salvó por poco. Allí murió El Guapo.
Cuando dejaron de llorar, las mujeres llevaron el cadáver del sacerdote a un taxidermista. Tenían la intención de exponerlo diseccionado entre San Ignacio y la Virgen de Guadalupe, pero el obispo se negó a colocarlo allí con el pretexto de que las iglesias de su diócesis solo aceptaban imágenes de santos, y el padre Taboada, por insinuando que se había resistido, seguía siendo para ser visto, si Roma lo hubiera canonizado. Esta es la historia de Don Andrés el Guapo como nos contó la anciana esa noche en el comedor. No sé si eso es cierto. Ahora tenía la cicatriz en la garganta. Todos lo hemos visto. Puedes creerlo porque lo es.
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