Desaprensivos de todos los países, de España, de Portugal, de Italia, de Argentina, de Estados Unidos, de Alemania, de las naciones que tuvieron telón de acero, de Chile, de Uruguay, de Nicaragua antes y ahora…
Desaprensivos de todas partes tienen, de vez en cuando, la desfachatez moral de negar los muertos, los desaparecidos y los muertos habidos en sus suelos, ante los ojos del mundo, en la oscuridad terrible de las guerras que no llegaron a declararse o de las guerras que, sin existir en el calendario como tales, terminaron siendo lo que son para la historia de cada una de las víctimas: la desaparición, la muerte, la masacre.
En España tenemos ahora, pero desde hace mucho tiempo, personas así, o personajes, que por defender la dictadura que los precede, y a la que rinden fe, niegan que esos desaparecidos, o muertos, tengan derecho a ser sacados de las cunetas o reivindicados por sus deudos como esencia de la vida que ahora es recuerdo.
Ese dolor, que se esparce aquí cada vez que se ha tratado de reivindicar los nombres propios de aquella matanza civil que fue la guerra militar comandada por Franco, hierve la sangre de muchos de los que viven las consecuencias de aquella ignominia, hubieran sido comunistas, socialistas o, simplemente, seres humanos, maestros de escuela, ayudantes de cocina, seres que vivían, en los años 30 del siglo pasado, pensando que mañana, quizá, sería otro día.
En ese balance que se hace en las guerras, aunque las estadísticas sean lo de menos, con que muera un hombre en guerra ya la guerra ha sido peor que la escaramuza, los que mandaron matar siempre se han guardado la razón de la matanza: porque eran rojos, porque eran enemigos de la patria, dicha ésta con las mayúsculas largas que se le niegan a los patriotas que perdieron en la contienda.
Los números. En España ha habido, a lo largo de los casi noventa años que hace que pasó aquella guerra civil, dicha también Guerra Civil en otro tiempo, muchas estadísticas. Un poeta, Dámaso Alonso, al que no se le suponía que tuviera ningún deseo de romper la baraja del silencio que fue contemporáneo en los tiempos de la dictadura, dejó escrito en un poema que hizo historia que Madrid “es una ciudad de más de un millón/ de cadáveres (según las últimas estadísticas)”…
Durante años, y hasta ahora mismo, muchos de esos muertos, como los que hubo en Belchite o en Zaragoza, en Tenerife o Gran Canaria, en cualquiera de las ciudades de Galicia o Extremadura, o Málaga, donde el llamado Alzamiento arrasó con lo que había sido la República, han sido negados por los que mandaron matar…
Raimon, el cantante de Xátiva que ha hecho en catalán toda su producción musical de testimonio y de protesta, tiene unos versos que, cantados, producen el escalofrío que era aun mayor cuando en España la dictadura lo mandaba a callar: “Del hombre miro/ siempre las manos./ Manos de niño, bien limpias, manos de niño que se harán grandes. / Manos que en la noche buscan/ lo que no encuentran jamás. / Manos sucias de los que matan, sucias,/ manos finas que mandan matar./ Manos temblorosas, secas,/ manos temblorosas,/ manos de los amantes…”.
Alguna vez entrevisté a uno de aquellos que esquivaron la muerte, Marcos Ana. Ya era un hombre con el futuro roto, salió de la cárcel después de haber superado no sé cuántas condenas. Iba a todas partes donde pudiera dar su testimonio, era un rojo comunista que guardaba, ya en la paz de la posguerra, una bicicleta con la que entretenía sus viajes por la ciudad. Era un escritor, se le celebraba como un sobreviviente de aquella época infeliz en que te mataban los que tenían las manos sucias creyendo que esas eran las manos de la patria.
España vivió ese calvario; y en los últimos años, como ocurre en otros lugares del mundo, en Argentina, por ejemplo, en Chile, en tantos lugares donde el oprobio mortal superó a la vida, hay entretenidos que, sintiendo que son los herederos de la razón pura, regresan para reformar las estadísticas para explicar, quizá, que no fue para tanto…
El asco universal que merece esta especie de teoría (y práctica) de la relatividad es, a la vez, asco por los que hacen de la historia una burla de los que la han sufrido.
Hay un libro de una escritora alemana y francesa, Los amnésicos, de Geraldine Schwarz, que relata la conducta de aquellos, verdaderamente amnésicos, que trabajaron para que sus semejantes judíos perdieran sus bienes, y sus vidas, saliendo ellos ricos e indemnes de una guerra (mundial) que produjo exiliados vergonzantes también en España, y por cierto también, y numerosos, en Chile y en Argentina, entre otros países donde era posible esconderse de las exigencias que proclama el pasado de cada uno.
Vivimos en tiempos de olvido a palos, como se diría en aquella pieza teatral de Molière. Lo que ocurrió verdaderamente es mejor olvidarlo, o convertirlo, simplemente en estadística, para que nadie sienta que el daño fue tan grande.
Las guerras civiles siguen siendo posibles, de un modo u otro son las que vemos desatar por Putin en sus proximidades, las que se producen en África, las que ha habido en el centro de Europa, las que, por ejemplo en Nicaragua, ordenan sátrapas incapaces de mirar a los ojos a aquellos que fueron sus compañeros de lucha, traicionados ahora con el vil pretexto de las revoluciones rotas…
Un amigo canario, un pintor, me contó volviendo de Argentina, 1976, qué vio en las calles, cómo lo acosaron, cómo hicieron que su miedo fuera parte ya de sus insomnios. Él hubiera sido un número, la parte de debajo de una estadística. Era un pintor, un poeta quizá, alguien que finalmente pudo tomar un avión, yéndose.
Mi amigo Alejo Stivel, o su amigo Abrasha Rotemberg, y los hijos de éste, Ariel y Cecilia, se fueron en las noches que siguieron a aquel estallido; aviones fletados por la muerte arrojaron al suelo y al mar, a cualquier sitio, espejos de perseguidos que se quedaron sin nombre, innombrables del mundo, perseguidos y ejecutados en el aire y por el mar.
En España pasó, y en Italia, en Sarajevo, en Portugal, en los cielos y en la tierra de Ucrania sucede. Y siempre hay alguien, un desviado de la razón, un bobo, que está buscando en las estadísticas la razón para decir que no fue para tanto.
Dedico esta oda a los desaparecidos del mundo. A veces el mundo es un sitio chiquito donde murió cualquiera de nuestros antepasados, o donde mueren la paz, la razón o la poesía. No hay estadísticas para la memoria, con uno que se cuente ya estamos contando la raíz del dolor en el mundo.
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