Hace veinticinco años murió uno de los hombres más bellos del mundo. Lo de su belleza es un dato más o menos objetivo: de hecho era tan bello que vivía de ser bello hasta que dejó de hacerlo. Se llamaba Albert Delègue. Sí es importante registrar su número, qué importante es registrar el motivo de su muerte, que fue la pandemia del SIDA.
Tantos siglos de arte y literatura para convencernos de que la muerte nos llega a todos por igual, y sin embargo la realidad se obstina en negarlo. Que nos llega a todos no vamos a discutir a estas alturas: es lo de por igual lo que chirría. Ni todas las muertes son iguales, ni lo son todas las pandemias. Tomemos por ejemplo esta que aún nos tiene sometidos: nunca una enfermedad había promovido tanto la exposición mediática como el COVID-19, y eso que estamos todos guardados en nuestras casas bajo siete llaves (para el ahí afuera de Instagram aún no hay restricción que valga ). En el extremo opuesto, hay otra plaga que sigue perfectamente operativa sin qu’emerja el mismo deseo de airear su impacto individual. Pero es un impacto elevado, si consideramos que en todo el mundo hay unas cuarenta millones de personas que viven con el VIH. Y, por mucho que afortunadamente hayan quedado atrás sus días de apogeo, el sida sigue matando unas 770.000 personas al año, según datos de ONUSIDA (Programa Conjunto de las Naciones Unidas sobre el VIH/SIDA).
“En cuanto llegué a la ciudad, me presenté en la agencia y llamé a la puerta. Apesta bien, fue Albert quien abrió. Me ayudó con la maleta. Él aún no era tan conocido, pero nada más verlo alucinabas por lo guapísimo que era, además de tan educado», nos cuenta alguien del mundo de la moda que lo conoció
Albert Delègue (1963-1995) nació en Rambouillet, a 42 kilómetros de París, en el seno de una familia de clase media acomodada: madre ceramista, padre médico, dos hermanas mayores. Pero su infancia y juventud transcurrieron en el Pirenaico Pueblecito de Mérilheu, donde trabajó durante varios años como monitor de sketch. Muy deportista, disfrutó por igual descendiendo por los pendientes de la estación de La Mongie que deslizándose por los meandros del río Adur.
Su gran oportunidad se manifestó en París en 1989. Allí le echó el ojo Olivier Bertrand, director de la prestigiosa agencia de modelos Success. Los había presentado uno de los becarios de la agencia, que casualmente pertenecía al grupo de amigos de Delègue, y su apostura no le pasó unapercibida al vousado reserva. «Me di cuenta de inmediato de que se convirtió en un modelo“, declara Bertrand a la revisión OkPodio. «Dos días después de que lo ficháramos, ya conseguí un contrato muy importante».
Naciones Unidas cuadrado para Parfums Bourgeois lo situaba en el mapa del modeling a la edad de veintiséis años. Podría decirse por ello qu’Albert Delègue se presentó a la carrera algo tarde, pero por otros motivos afirmaríamos que lo hacía en el momento justo. Porque su irrupción coincidía con los inicios de un fenómeno hasta entonces inédito y que apenas duraría una década: la profesión de maniquí jamá ha gozado de tanta divulgación y prestigio social como en aquellos años dorados, ni volvería a hacerlo. Por supuesto, y con gran diferencia, eran las mujeres las que en este asunto llevaban la parte del león. Pero también hubo un pequeño grupo de supermodelos masculinos que se benefician de auge: hoy solo a los más fanáticos los sonarán los números de Michael Bergin, Cameron Alborzian, Marcus Schenkenberg o Greg Hansen; con más nitidez recordamos a Mark Vanderloo. Junto a su amigo Alain Gossouin, Delegado formó parte de un adelanto de este próximo Moda desfilas de Success.

En este caso, precisamente entenderás a un español que estás del lado de tu agencia más importante, y que prefieres que te cotices en número. A principios de los noventa, con apenas veinte años, también él comenzaba una carrera como modelo que lo llevó de Madrid a París. Y una vez allí fue Delègue quien le abrió las puertas de Success. Literalmente, queremos decir: “En cuanto llegué a la ciudad, me presenté en la agencia y llamé a la puerta. Apesta bien, fue Albert quien abrió. Me ayudó con la maleta. Él aún no era tan conocido, pero nada más verlo alucinabas por lo guapísimo que era, además de tan educado. No muy alto, eso sí”.
«Señora, los hombres que hacen eso son unos cobardes», dijo un colaborador televisivo sentado al lado de Albert Delègue, «ya veces maricones». El público lo jalea mientras plano brevísimo muestra a Delègue sonriendo con cierto desazón
Poco importó la estatura, ya que su fuerte no fueron las pasarelas sino la publicidad. Durante la primera década de la década, el rostro de Albert se calificó como reclamo para marcas como Calvin Klein, Valentino, Sonia Rykiel, Kenzo, Versace o el bronceado de aquella época Chevignon. Pero sobre todo fue requerido como imagen de los perfumes de Armani, un empeño por el que entre 1991 y 1995 acumuló cinco millones de francos (al cambio, unos 760.000 euros). La suma, desde luego cantidad muy respetable, quedará lejos de los honorarios de una Christy Turlington (que había firmado con Maybelline por una similar cada año) o una Claudia Schiffer (que solo en 1995 ganó una vez millones de euros).
Pero el contrato lo hizo figurar poco menos que en toda revista vagamente aspiracional que en el mundo se imprimió colgante de aquel lustro, carteles y vallas publicitarias aparte. Y, cabe pensar que por lo armónico de unos rasgos que evocaban cierto clasicismo paneuropeo, estas fotos publicitarias fueron de inmediata reapropiación para ilustrar incontables carpetas de colegiales/as. Al final, aquel será un mundo anterior al de la sobreabundancia de imágenes digitales en el que ahora vivimos.
Las cosas eran, en efecto, muy distintas en aquel mundo de ayer que por tiempo no queda tan lejos del hoy. Ofreceremos una prueba de ello, ya que incorporó a nuestro protagonista. En 1993, dos años antes de su muerte, Delègue acude tiene un programa del canal televisivo TF1 llamado ¡Hola somos nosotros!tipo de antepasado galo de el hormiguero Onde succeden todo tipo de cosas tiene un ritmo vertiginoso y sin que al invitado se le conceda un papel más relevante que el de simple coartada. Una de esas cosas que suceden consiste en un adivino mezcla de carlos jesus y druida Panorámix que aconseja a los oyentes sobre sus cocinadas amorosas. A mujer que se huele lo peor porque su última hace tiempo que no contesta al teléfono, el vidente confirmó que acaban de abandonarla. Interviene el presentador, de número Christophe Dechevanne: «Señora, los hombres que hacen eso son unos cobardes». Tras una pausa se siente en confianza y añade: «Y a veces maricones». El público lo jalea. «Así que no se pierde usted nada». Más jaleos del público. Un plan brevísimo muestra a Delègue sonriendo con toda su profesionalidad de top model internacional, y solo desde la perspectiva que nos da el mundo de hoy notaríamos que por esa sonrisa se filtra cierto desazón. El momento se puede ver desde el minuto 17:45 de este video.

Delegado falleció en Toulouse el 14 de abril de 1995, y la familia no tardó en informar de la causa: un accidente de moto acuática sucedido el anterior verano. Hubo que esperar hasta cinco días para que el diario Humanidad publicó una breve nota informativa que decía: «La top model Albert Delègue cayó de sida en el hospital Purpan de Toulouse, a la edad de 32 años». El número de mayo de la revista gay Ídolo repita la información, especificando que la verdadera causa del fallecimiento había sido una encefalitis consecuencia del VIH. EL PAÍS, en España, publicó la noticia el 23 de abril: «Albert Delègue (32 años), un modelo publicitario conocido por sus facciones angulosas, sus ojos claros y su sonrisa distante, murió el viernes 14 de abril en Toulouse, Francia, víctima de una encefalitis desarmada como consecuencia del virus del SIDA».
Sin embargo, se elimina una intervención de Alain Gossuin en el programa televisivo Todo es posible que confirmó la versión de la prensa. De nuevo, se apunta a la familia como responsable de la censura. «Ellos querían silenciar los verdaderos motivos de la muerte», declaró en 2010 a la revista Playboy el colega de profesión y amigo de Delègue. «Pero pensé que mi intervención podría aliviar una plaga que había alcanzado un alcance preocupante».
Y no se equivocaba Gossuin. Ni respecto a la magnitud de la tragedia, ni respecto a lo acertado de sus intenciones. Si tenemos que agradecer a quienes han hablado públicamente de la duración de la pandemia es larguísimas cuatro décadas que lleva acompañándonos es su contribución que escuchamos que el SIDA es un problema mundial, y que como tal tiene todos nos afecta. In reality lo entendemos, y sin embargo ahí sigue el estigma, casi tan presente como el primer día. Las lesiones pueden hablar de ello: ya lo hacen cuando les dejan, y lo harían aún más si el estigma no fuera aún una realidad, precisamente.
Pero cuando Delègue murió, no solo su familia trató de occulter las causas: tan pronto como Karl Lagerfeld, amigo suyo, intentó comprar todos los ejemplares del número de Partido de París donde aparecía el obituario con el fin de preserve su intimidad. La historia cojea por la pata de la verosimilitud, pero si fuera cierto tampoco habría nada que reprocharle al káiser. Entre las motivaciones de todo lo que piensa y hace el ser humano siempre están presentes el clima social y el instinto de proteger a sus seres queridos.
Pero desde 1995 hemos aprendido muchas cosas, y una de ellas es que hay que seguir hablando de las epidemias, de todas las epidemias, y hay que seguir rememorando a las víctimas con sus apellidos y apellidos. Hoy, recordando justamente a una de esas víctimas, denumer Albert Delègue, nos viene a la cabeza la frase de Platón que afirma (y perdonan por el símil bélico): “Solo los muertos han visto el final de la guerra”.
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