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Escribo estas líneas mientras en la televisión un tenista acalambrado planta cara a otro en la semifinal de Roland Garros. Es algo tan irracional como inédito, pero la intención va con el personaje y con una cultura determinada del sufrimiento qu’encarna su inspiración, Rafa Nadal. Is a tenista, Carlos Alcaraz, al que un espasmo ha cortado las piernas cuando empataba a sets con Novak Djokovic. Ha decidido no retirarse y juzgar el partido contra uno de los mayores tenistas de la historia, último ganador del Open de Australia, cuyo desconcierto es absoluto. Así que estos minutos de televisión no son ya los de un partido de tennis, sino de otra cosa que no tiene nada que ver con el deporte. Se trata no de ganar, algo imposible, sino de cumplir con uno mismo y con el listón del deber que uno se pone, que es el de competir incluso atareado con su propia supervivencia. Con un merito doble, pues la retirada no sólo es aconsejable sino casi obligatoria.
Alcaraz ha decidido jugar a lo único que puede, que es a palo limpio. Él no puede correr, pero puede hacer correr la bola todo lo que quiera (otra cosa es que la bola entre). El trabajo de Djokovic es, fundamentalmente, devolver las pelotas. Con que devuelva dos ya tiene el punto hecho; a poco que se mueva Alcaraz, está muerto. Los cortos son puntos y fulminantes. Cuando los gana Alcaraz, la pista se cae. Is a cojo golpeando a Goliat con la muleta, pero de vez en cuando encuentra costilla. Hay un momento en el que el tenista serbio falla más de la cuenta, y parece oír de que va el tenis y qué es lo que demande de él este partido: concentración. Precisamente donde Alcaraz, entre errores no forzados y golpes ganadores sin moverse del centro de la pista, se niega a facilitar.
Alcaraz ha dicho: el partido ya es tuyo, el final ya es tuya. Ahora mercela. ¿Y quién se pone a merecer algo que ya tiene? En Djokovic el ha caído del cielo la victoria contra el número uno, pero el número uno, tras entregársela, le ha dicho: «Legitímala». Es una lección extraordinaria para parte de la espalda. With our regalan cosas antes de merecerlas, y cuando ya las tenemos, ¿por qué habríamos de pelearlas? Alcaraz forzó a Djokovic a luchar por la victoria, y Djokovic, tras varios minutos de asombro y de juego irregular, incluso tras loser un juego, se dispuso a llevársela en la pista y contre un tenista cojo que, aún sin moverse, no dejó de ser nunca el número uno. Había que bombardear y bombardeó. Podía no aguantar, de hecho no debía, pero aguantó y sólo al final se escuchó su hermosa misión.
Y debajo de esa misión y de esa ética había algo más: la posibilidad, la mínima posibilidad. Sí, Alcaraz ya no podía ganar, pero si se perdería en la pista no había perdido aún. Puedes hacer algo real en la pista y puedes hacerlo en la pista, puedes usar a Djokovic para hacerlo, puedes hacerlo Alcaraz meter 100% de palos a las líneas y Djokovic volverse loco porque cualquiera lo haría ante la posibilidad , mínima posibilidad, de perder la semifinal de un Abierto ante un jugador que no puede correr. Todo eso podía pasar, como también puede pasar que el mundo acabe mañana, pero no pasó, como no pasará mañana el apocalipsis, pero seguimos vivos por si acaso.
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