Novak Djokovic se proclamó este domingo campeón del US Open tras vencer en la final disputada en la Arthur Ashe a Daniil Medvedev por 6-3, 7-6(5) y 6-3, en 3h 17m. De esta forma, el serbio celebra su cuarto título en Nueva York e incorpora a su casillero otro grande más el 24º, por lo que pone más tierra de por medio respecto a su inmediato perseguidor, Rafael Nadal (22). Se trata del tercer major que conquista esta temporada, en la que a sus 36 años sigue demostrando que su tenis conserva toda su esencia. Tan solo no atinó en Wimbledon, donde aun así disputó la final contra Carlos Alcaraz.
Impresionante, Djokovic sigue ganando y coleccionando récords, este último superior. Con su vigesimocuarto trofeo iguala la plusmarca histórica de la australiana Margaret Court, que defendía la cifra en solitario desde su triunfo en el US Open de 1973. Pero no queda ahí la cosa. El de Belgrado es el campeón más veterano del torneo –Ken Rosewall tenía 35 años en 1970– y a su vez se convierte en el primer jugador que gana tres Grand Slams cuatro veces en un mismo año: 2011, 2015, 2021 y 2023. Firme a lo largo de todo el trazado –solo sufrió cuando cedió dos sets de entrada contra Laslo Djere en la tercera ronda–, vuelve a triunfar en Flushing Meadows, donde no vencía desde 2018.
El serbio revolotea al inicio por la central neoyorquina como si acabara de salir del balneario. Fresco de piernas e impecable de golpes, dirigiendo con criterio, le basta un pequeño puñado de intercambios para dejar claro que quiere dominar él, que no se admite despistes ni giros extraños, que lo que divisa por delante es demasiado jugoso y ya se le escapó en julio en Wimbledon ante Alcaraz, así que en esta ocasión no se permite el error. No puede. “A estas alturas, cada final que juego puede ser la última”, afirma trascendental. Más que caminar, levita, y antes de pelotear responde a un par de preguntas con una vocecilla poscoital como el de que ha alcanzado el clímax, susurrante y sedosa. Es un Nole extasiado y sereno. El ogro se ha quedado en el vestuario. Bajo ese formato, es prácticamente infranqueable.
Llega a aplicar hasta veinte botes a la pelota cuando va a servir y Medvedev, un tipo que prefiere hacer las cosas rápido, le dice con la mirada afilada que él tampoco tiene ninguna prisa y que estará ahí lo que haga falta. Así es el ruso. Lo mismo un relámpago –con dos botes le basta– que otro pesado de manual. Aunque cede el saque rápido y se descuelga en el primer parcial, en el que el balcánico no ofrece una sola rendija, se reengancha con agallas y el duelo deriva en intercambios y juegos interminables. Uno de ellos, segunda manga ya, se estira 23 minutos y le brinda su primera opción de romper, pero ahí que va Djokovic, de profesión tenista pero que bien podía haber sido bombero. Apagando fuegos, pocos como él.
El ruso, de 27 años, le fuerza una y otra vez. Un tanto lánguido en el primer tramo, recupera el frontón que redujo dos días antes a Alcaraz y rebate hasta la extenuación. Se presencian puntos hermosos, emocionantes, dirimidos de poder a poder; a cada revés le sigue otro más preciso, y a cada planteamiento responde el de enfrente con mayor intención. Son dos pendencieros –entiéndase bien– que disfrutan retándose. Medvedev aprieta y aprieta, mientras la gestualidad de Djokovic va torciéndose y los aspavientos empiezan a ser una constante: cae al suelo, se toca el isquio, estira cuando va a la silla y respira como si fuera a colapsar. En una final, cada gesto cuenta.
La madre estruja con fuerza el medallón que lleva al cuello porque el hijo sufre y el segundo set se antoja determinante. Es el ser o no ser, seguramente. De cederlo, las consecuencias pueden ser nefastas. Se refresca con el tubo de ventilación, se envuelve con toallas de hielo. Está pasando un mal rato. El ruso huele la sangre, así que ataca. Pero se equivoca. Cuando logra granjearse el punto que le concedería el set, elige mal, y en lugar de tirar el revés paralelo y aprovechar el inmenso valle que enseña ese costado de la pista, cruza y Nole intercepta el vuelo de la pelota para volear. No es de los que perdona el de Belgrado, que a la suerte del desempate admite poca comparación: 26-5 esta temporada. El especialista, con mayúsculas.
Ahora, el dolor cambia de orilla y todos los males azotan a Medvedev. El gigantón, descamisado, se retuerce cuando el fisio le masajea el deltoides izquierdo, pero lo que le duele de verdad es el alma. Sabe perfectamente que la final pasaba por ahí. Era eso o la nada. Está prácticamente grogui. Aun así, sigue ahí y guantea, pero sin demasiada fe. El tren era ese. Pasó. Y Djokovic, relamiéndose ya, reconduce tras el intercambio de roturas del tercer fascículo y cierra con una fastuosa exhibición en la red –37 aciertos en 44 aproximaciones–, concediendo un único break. En un permanente viaje hacia el infinito y coleccionando más y más distinciones numéricas, su hambre sigue intacta y atrapada ya Court, maquina cómo dejarla atrás. Nadal queda a dos y a buen seguro que Australia ya está en su mente.
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