«¡No hay manera!». Noveno. Nadie se lleva nunca al médico. Gumersindo García, de 85 años, frunce el ceño cuando se le pregunta a primera hora de la mañana de una fresca mañana en Pollos (Valladolid, 650 habitantes), qué significaría la ausencia de un médico para pueblos como este, o para los más pequeños. El cura, el maestro y el médico, enumera, forman una Santísima Trinidad rural que no hay nada más que respetar. Pobre que no, explica este señor «muy trabajado y muy trabajado», y la gente se levantaba si faltaba: «Los necesitamos como comemos». En el bar, donde empiezan a fluir los cafés y un chupito, la televisión habla del tema de la semana en Castilla y León: el rechazo del PP al plan de salud de su pareja, Ciudadanos. Los feligreses niegan con sus jefes esta propuesta, que implica concentrar en centros de grandes núcleos la atención primaria que se brinda en las clínicas de menor población. «¡Nos han abandonado, han dejado morir las ciudades!» exclama un cliente entre expresiones irreproducibles.
El sentimiento de Pollos se extiende por toda la comunidad. La iniciativa, liderada por la concejala Verónica Casado, de Ciudadanos, se perfilaba a finales de 2019 con un plan piloto en Aliste (Zamora) que despertó de inmediato desmentidos. Castilla y León cuenta con 2.248 municipios y el 80% de ellos tiene menos de 500 habitantes. Su población es tan anciana -la media de edad es de 55,46 años en los municipios de menos de 500 habitantes y de 58,98 en los de menos de 100- que el proyecto de equilibrar las citas a petición por teléfono o internet o el traslado a otras localidades más grandes no convence a casi alguien. Rufino Cazurro, 77, obviamente no. Este vecino de Pollos con discapacidad auditiva, con camisa y sombrero abiertos, se queja de que con sus problemas de audición no puede llamar por teléfono para una cita médica con un sistema de voz automatizado. Además, las cuatro latas que todavía come con dignidad y sus reflejos no son una buena combinación para ir a otras ciudades cuando sus familiares no podían cargarlo. Prefiere continuar a pie hasta la consulta instalada en el ayuntamiento.
La veneración por las batas blancas es similar a la del vestido, explica Vanesa Mezquita, alcaldesa de San Vitero (Aliste, Zamora, 180 habitantes): “Algunos cuidan el cuerpo y otros el espíritu”. Los hijos, nietos o nietos de los ancianos ya pueden decir ponte pastillas, descansa y cuida, a los que solo les prestará atención si el médico, «don o dona», esa figura que los cuida y también algo no menos importante, puede decir . : atención y escucha de la soledad que aflige a sus localidades. El respeto por el médico se remonta a décadas, en sociedades con pocos estudios que admiran al experto entrenado. David Redoli, catedrático de Sociología de la Universidad de Salamanca, destaca que el médico rural actúa como un «social coherente», gestiona los afectos e identifica problemas, que no pueden ser sustituidos por «Zoom, Skype o Equipos». Redoli utiliza los datos de la Giunta para explicar la importancia del médico en los pueblos: un hombre de 87 años acude al médico de familia en promedio 17,7 veces al año en las ciudades y hasta 25,6 veces en las zonas rurales. Este especialista sostiene que los médicos tienen incentivos económicos y sociales para promover su asentamiento en pueblos pequeños, más cuando en los próximos cinco años el Colegio tendrá que afrontar la jubilación de 1.100 médicos.
La labor de los médicos se ve reforzada por las condiciones laborales: Castilla y León es la comunidad más grande de Europa, con centros muy separados e infraestructuras precarias. Los médicos consultados para este informe pidieron el anonimato por el «temor» de que una palabra más alta que la otra pueda provocar «cambios de destino o de horarios si te portas mal». Un trabajador de la salud con más de 30 años de experiencia en salud rural critica que todo haya cambiado «desde que el médico ya no vive en la ciudad». La confianza, sostiene, es fundamental para mejorar el tratamiento de enfermedades complejas. Una joven enfermera, que ha capeado las olas de la pandemia como rastreadora en la provincia de Valladolid, confirma ese reconocimiento más allá del mero trabajo. Vanesa Mezquita, la concejala de San Vitero, ni siquiera lo cuestiona: cómo no amar a alguien que ha pasado terribles meses «disfrazado de astronauta».
El proyecto ya frustrado de Ciudadanos, miembro del PP en el concejo, tocó un nervio y despertó la reacción de muchos alcaldes populares. José Andrés García, concejal de Melgar de Arriba (Valladolid, 160 habitantes), argumenta, meridiano, que eliminar las clínicas «no se le ocurre a ningún político que quiera ganarse la vida porque el partido se va al infierno». Estos profesionales, señala, son «enormes» porque se identifican con los pacientes y también ven los «vicios y costumbres» de los demás y saben cómo tratarlos. El fantasma de la despoblación se cuela en la conversación, porque entre la falta de incentivos para los jóvenes y la falta de asistencia a los mayores, denuncia García, esas calles y casas de ladrillos se vacían. La ira hacia La Salute ha movilizado a los sindicatos, que han pedido la dimisión de Verónica Casado, que no ha podido asistir a EL PAÍS porque ha «cerrado la agenda» hasta la semana que viene. Miguel Holguín, funcionario de salud de UGT, censura el intento de «urbanizar la atención de salud rural», con una población que a veces no ve a nadie más que al médico: «Esto no es un centro de salud de la ciudad».
El panorama en Pollos, con tres visitas médicas semanales, ya sería deseado por muchas poblaciones más pequeñas. La farmacéutica Cristina García comenta en medio de un flujo paulatino de clientes en busca de charla y productos diversos que la gente de estos lugares es tan antigua que innovaciones como la prescripción electrónica o la atención a la carta complican su existencia. «La gente confía cuando llega el médico», basta. Azucena Pérez y Roberto Alonso, que dirigen una tienda de abarrotes, definen el contacto humano como «sagrado». “Ser escuchado es curativo. Necesitamos vis a vis ”, dicen ambos, en sus sesenta años, menos jóvenes que esos vecinos que solo piden que alguien les preste atención cuando les duele la cadera y la soledad.
Mañueco e Igea, un matrimonio que hace aguas
El vicepresidente de Castilla y León, Francisco Igea, de Ciudadanos, tiene la costumbre de describir su relación con el presidente, el popular Alfonso Fernández Mañueco, con metáforas nupciales. Lo que comenzó como un «matrimonio de conveniencia», cuando Albert Rivera forzó el pacto ciudadano con el PP y no con el PSOE, se convirtió en un «matrimonio bien emparejado» durante la pandemia, con pactos amplios en el parlamento de Castilla y León. . Esta semana, una vez que estalló la crisis del gobierno, Igea admitió las fricciones y trató de atenuarlas, diciendo que cada pareja tiene dificultades y puso las propias como ejemplo. El desacuerdo acerca las elecciones anticipadas a la comunidad, porque en marzo el PSOE podría volver a presentar una moción de censura, como la que falló la primavera pasada, y las grietas en CS podrían hacerla prosperar. Así, un avance de las elecciones, con la usura de Igea y Casado como artífices de las duras restricciones en el territorio, deja debilitada su formación ante nuevos desencuentros con Mañueco, favorecido por las urnas.
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